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El cliente casi nunca tiene razón

Publicado el sábado 24 marzo 2012

Los dichos del acervo popular a veces son soberanas mentiras, y aquél que afirma que el cliente siempre tiene razón es uno de ellos. La Historia, buena consejera, nos enseña que desde las antiguas civilizaciones siempre ha habido élites que gobernaban el gusto. El buen gusto gastronómico requiere conocimiento y materia gris en las seseras. En el Antiguo Egipto sólo comían (lo que es comer) las clases acomodadas, los funcionarios ("aquellos funcionarios", entendámonos) y los aristócratas. En la Antigua Roma comían los patricios y de qué manera, con una gula superlativa, algo hoy difícilmente comprensible. Y los refinamientos de la cocina árabe de Bagdad, con sus lujosas ceremonias, que se narran en los banquetes de los cuentos de Las mil y una noches. Y la cocina de los papas de Avignon, que durante el siglo XIV fue la mejor de toda la Cristiandad. Y los grandes banquetes renacentistas del siglo XV en Firenze. Y la fastuosa indigesta cocina barroca de los Austrias y la de los Borbones, que todavía sigue.
Pero hoy nos podemos encontrar con la siguiente escena : un cliente entra en un restaurante o taberna respetable y pide al camarero un entrecot de vaca vieja (el buey casi no existe) a la plancha. El cocinero, con mucho mimo, templa la carne, la sella a fuego vivo en plancha, la sala, la cocina a fuego medio al punto rojizo, la deja en reposo y la trincha en escalopes de un centímetro; la emplata en plato caliente con hilo de reducción de carne, escamas de sal y guarnición de patatas panadera al jerez y verduritas de temporada al dente. El comensal observa el plato y comenta al camarero, un poco airado, que la carne está poco hecha y le pide que se la pase bien pasadita. Sale el cocinero y  trata de explicarle que si se hace más se echa a perder, que la vaca vieja es así, que la fibra se desnaturaliza y ya no es lo mismo. El cliente sigue en sus trece y el cocinero contiene la respiración, traga saliva, se muerde la lengua, rechina los dientes hasta el bruxismo y enerva su alma herida hasta el paroxismo, mirando de reojo el cuchillo de cocinero de la encimera. Le puede la estúpida bondad, da media vuelta cabizbajo y se lo pasa. Ha vencido la estulticia.
Así no podemos seguir, el cocinero coherente debe luchar contra el cliente ignorante, si no se convertirá en un cómplice de la mediocridad culinaria. Pon un cartel fuera que diga: "Aquí el entrecot se hace al punto. Reservado el derecho de admisión."
Hay otra historia más dramática: en un restaurante conocido de la villa marinera de Cedeira (Rías Altas) entran unos madrileños (vaya por delante que podían ser colombianos o portugueses, entendámonos)  y piden percebes de primero y merluza a la romana de segundo. El producto era de origen, por supuesto, percebes de Cedeira y merluza de Celeiro. Los clientes protestan porque la merluza no era fresca, pues estaba demasiado blanda, y los percebes tenían una salsa de tomate que no les iba. El cocinero les comenta que el producto es extremadamente fresco y de mucha calidad, pero no está hecha la miel... y no le pidas peras... El niño estaba acostumbrado a catar palitos de merluza de Pescanova del Gran Capitán, que eran más consistentes obviamente.
A veces ocurre el proceso inverso, el cocinero es un intruso y sirve unos berberechos o unas navajas de marca de neumáticos y el cliente sumiso come y paga. ¡Pide la hoja de reclamaciones, indígnate, levántate de la mesa y arroja los moluscos al vertedero por la dignidad de la cocina! De lo contrario serás cómplice, encubridor o cooperador necesario de tan infausto crimen.

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